domingo, 18 de marzo de 2018

Con María, en la decimosexta estación de la Pasión

Asistir a Misa es, para mi corazón, como asomarme un ratito al Cielo…   Todo lo terrenal y temporal se queda a la espera en la puerta del Templo…    Nada es más importante, nada puede serlo….
   Esto no significa que se sumerja mi corazón en una amnesia estéril y egoísta. Llevo al altar “los gozos y las fatigas de cada día”, pongo, en la colecta, no sólo la limosna, sino también todo lo que soy, lo que tengo y a todos los que amo… Aquellos que se han encomendado a mis oraciones, están en mi súplicas y no ceso de pedir, para mí y para tantos, “las gracias que necesitamos y las virtudes que nos faltan”  al decir de la Beata Madre Tránsito Cabanillas…
   Ese dejar afuera lo terrenal, es pedir la gracia de concentrar toda mi atención en cada instante de la Santa Misa. No distraerme con detalles externos, ni conversar con la señora que se sienta junto a mí en el banco, como si estuviera esperando que inicie la película en el cine.
    Jesús está allí, en el Sagrario, todo lo demás puede esperar, todo lo demás debe esperar…
   No siempre tengo la gracia de tal disposición de ánimo. Pero más que tenerla, lo importante es desearla. Porque las gracias se dan a quien las pide. 
  Y hoy te pido esa gracia, María Santísima…mientras contemplo el Sagrario, que está en un mar de silencio. Jesús es silencio bajo la apariencia de pan. Es el mismo Jesús que acunabas en Belén… el mismo…. el mismo. El mismo cuya Pasión meditaremos esta noche en la Parroquia, recorriendo, con el corazón, las catorce estaciones del Via Crucis…
  Catorce estaciones. Y una decimoquinta a la que llegaremos el Domingo de Pascua.
  Y mientras estas palabras van naciendo en mi corazón, me quedo mirando fijamente el Sagrario, que es promesa de amor cumplida: “Estaré con ustedes, todos los días, hasta el último día”
   - Piensa, hija mía, medita serenamente cuánto dolor le cuesta a Jesus el cumplimiento de esta promesa. Pero aun desde el dolor, Él no se retracta.- y tu voz conocida, María, me pone un espejo frente al alma… para que me vea.
   - ¿Dolor, Madrecita? ¿Qué le duele a Jesus en el Sagrario?
   Me miras con ternura, aunque tus ojos están tristes por lo que vas a responderme…
   - El dolor de Jesús Sacramentado es…. tu olvido.
   Mi alma se sumerge en un silencio tan profundo como ese mar de silencio del Sagrario. Y no tengo respuestas. Ni una sola… no hay palabras, ni motivos, ni siquiera excusas mal armadas que me sirvan frente a ti, Madrecita, después de tus palabras… Mi olvido. Mi olvido que no es sólo una carencia de visitas. Mi olvido que es indiferencia cuando entro al Templo y, en lugar de un discreto saludo a quienes conozco, me explayo en palabras que sobran…
   Te miro, sin poderte explicar lo inexplicable.
   Y pienso que quizás al Via Crucis le falta agregar la decimosexta estación: La soledad de Jesús Sacramentado. Y  cuánto duele saber que esta estación nace de tantos olvidos que le hago llegar cada día, puntualmente…
   - Esta estación, hija mía, la vives en cada uno de tus días. No es meditar  hechos antiguos, sino una suma de distancias que tu corazón va trazando… tramo a tramo…día tras día. Pero lo maravilloso de la Misericordia de Dios, es que este tramo puedes desandarlo, cortarlo, hacerlo pequeño y finalmente, si pides la gracia, borrarlo…
   - Eso sí que sería bueno, Madrecita!!! Enséñame el modo en que pueda aprender a restar distancias, acortar caminos, aliviar su soledad, para que esta “decimosexta estación” no sea de dolor, sino de gozo para mi Señor…
   - No le olvides, hija, no le olvides. Que El sea el centro de tu amor y de tus pensamientos cuando entres al Templo. No permitas que ninguna mundana preocupación te arrebate este gozo perfecto de tu alma. Este tiempo es para adorarle, para amarle, para darle gracias y también para presentarle tu corazón con todas tus peticiones. Aún cuando pases por la vereda del Templo, apurada en tus quehaceres, dedícale una mirada, un gesto… ¡Hija mía, no pases como si nada!!! Como quien pasa ante un lugar común e indiferente. Ese pequeño gesto que tu amor le regala a Jesús Sacramentado, aún desde la distancia, no es en vano, sino que es, para Él, alegría y consuelo.. Y Jesús paga generosamente cada gesto de amor, con gracias para tu alma…Y si por alguna razón no pudieses cada día visitarle, sí puedes tomarte un momento de tu día y acercarte con tu corazón. Aun cuando la enfermedad te retenga en tu lecho, sabe que ninguna enfermedad puede retener tu alma, hija mía y tu alma tiene las alas que le da tu voluntad para postrarse ante cualquier Sagrario de este mundo…
     De a poco voy notando que el mar de silencio del Sagrario, tiene perfumes de eternidad, delicados aromas que, como perfecto bálsamo, van restaurando las heridas del alma…
    Si no me suelto de tu mano, María, es decir, si no se aleja de mis labios ni de mi corazón el Avemaría, sé que las alas de mi alma se desplegarán cada día hacia el Sagrario, desandando distancias, aliviando soledades, la de Jesús y, sobre todo, la mía…..
    Y como eco final de este momento, resuenan en mi alma algunas palabras de los Santos, acerca de la Eucaristía:
   “Tened por cierto que el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo Sacramento, será el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en vuestra muerte y en la eternidad. Y sabed que acaso ganaréis más en un cuarto de hora de adoración en la presencia de Jesús Sacramentado, que en todos los demás ejercicios espirituales del día” (San Alfonso María de Ligorio)
   “Qué feliz es ese Ángel de la Guarda que acompaña al alma cuando va a Misa” (San Juan María Vianney)
 María Susana Ratero
susanaratero@gmail.com
Nota de la autora: Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón por el amor que siento por Ella.




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